Olvidar para vivir

“Nadie es tan feo como en su DNI ni tan guapo como en su perfil de Facebook”. La frase no es mía, se la escuché a Toni Garrido en la presentación del Huffington Post. También se suele decir que poca gente aguanta un primer plano. Está claro que la proximidad nos incomoda y también que las verdaderas vidas nunca tienen fin. Leyendo este post de Carlos sobre las dedicatorias en los libros, recordé que hace unos años encontré unas fotos en la calle. Fue al final del pasacalles de Carlinhos Brown por Madrid a la altura de Nuevos Ministerios, mientras esperábamos en una tórrida noche de verano a que el metro se diluyera para volver a casa. Eran unas ocho fotografías, de la que recuerdo una típica familiar, como las del libro de familia numerosa, con los padres en el centro y los hijos rodeándoles. Me resultó muy tierno adentrarme en esa familia con esa estética tan Instagram, pero envejecida por el tiempo y no por un algoritmo. Una foto que cualquiera de mi generación tiene por casa de sus padres. No tan artificial como Cuéntame pero sí más parecida a ésta que he encontrado por la red.

Pensé mucho en aquella persona que perdió las fotos. Bueno, quizás fue más que una pérdida. Una noche de sábado con la Castellana abarrotada y siendo fotos de papel, tamaño de cartera, también podría ser un hurto y por ello más doloroso si cabe, pues quien robara la cartera arrojó lo que “no tenía valor”. Atesoré aquellas fotos durante varios días, las miraba casi de reojo y me sentía parte de esa familia. Había algo muy íntimo, pero a la vez muy pudoroso en aquella mirada no autorizada. Son esas fotos domésticas de bolsillo que no han nacido para ser exhibidas, sino para adorarlas en la intimidad más privada. Por la estética, se podía reconocer a una familia en los años setenta, quizás principios de los ochenta. Padre, madre y cuatro hijos a su alrededor, chicas y chicos de distintas edades. Acompañadas de otras fotos sueltas, de la madre fundamentalmente. Me producían cierta tristeza. Me imaginaba que yo hubiera perdido aquellas fotos, irremplazables e imposibles ya.

¿Cómo dar con el dueño o dueña? ¿Cómo llegar a llamar su atención para que pudieran reconocerse en las fotos? No existía facebook en aquel tiempo, pero aunque sí tenía este blog no me atreví a utilizarlo como canal pues mostrar las fotografías me parecía una violación de su intimidad. Pixelar sus caras tampoco me parecía una buena opción. Entonces pensé en acudir a un medio de tirada nacional y concretamente escribí al País de la Tentaciones (creo que ya tenía otro nombre en aquel momento) para que lo comentaran en su sección de “Te vi” o “Te encontré” (no recuerdo bien). Así, el mensaje conseguiría más audiencia y me descargaba del dilema de publicar las fotografías. Me escribieron muy amablemente declinando la invitación. Pasaban los días y yo seguía preocupada por aquellas fotos. Finalmente, desesperada por no ser capaz de llegar a sus dueños sin traicionarles de algún modo, las destruí. No se me ocurrió mejor forma de proteger su intimidad, de que no cayeran en otras manos, de que siguieran viviendo en la oscuridad de la cartera, en el recuerdo de sus protagonistas.

Unos años más tarde, un sábado mientras caminaba por la Plaza de Embajadores en Madrid encontré un gran número de postales rotas junto a los cubos de basura. También había unos cajones tirados y todo parecía indicar que se trataba de una mudanza o de una limpieza, ¿quizás de la adquisición de una vieja vivienda? No sé, me cuesta creer que la verdadera dueña, la mujer que estaba en la dirección de las postales (por cierto, de Leganés y no de Embajadores, lo cual lo hacía más intrigante) las hubiera roto y abandonado con tan poco esmero. Yo recogí con mucho mimo todos aquellos fragmentos y volví a casa a guardarlos. No sabía por qué ni para qué, pero me parecía que tenía un pequeño tesoro en las manos. Me puse a recomponer el puzzle. Muchas están escritas, pero muchas otras no. Algunos fragmentos han encontrado su mitad, pero otros han pasado a ser una unidad en su propia amputación. Vienen de muchos países, en distintas fechas, con distintas letras y con distintos emisarios. Incluso he llegado a reconocer en el hilo argumental de algunas de ellas una historia de amor.

Me fascina la liturgia de las postales, algo tan pequeño y simbólico, un “me acuerdo de ti aquí y ahora”, tan íntimo y a la vez tan público, abierto a la lectura de cualquiera en su tránsito al destinatario. Hoy, con los foursquare, los instagram y los facebook hemos perdido/transformado ese gesto por acciones más inmediatas del ser y estar digital. Hoy la prueba tangible se ha sustituido por los socorridos souvenirs, entre camisetas e imanes de nevera.

Ahora que se reivindica el derecho al olvido, cuando capturar y exhibir es visto como un derroche de vanidad, parece que cuantas más oportunidades de atesorar la memoria tenemos, más importante es olvidar. Somos nuestros recuerdos y la vida es memoria, pero olvidar es fundamental para poder vivir. Sin duda, una difícil gestión para el mal de nuestro cerebro.

Es cierto, se nos olvidó olvidar, pero también lo es que necesitamos hacerlo para poder seguir viviendo. La gran falacia es que captando esos momentos con máquinas de la memoria creemos que la tenemos garantizada para siempre, pero también sabemos que lo más probable es que nunca volvamos sobre nuestros pasos. Probablemente porque lo más importante no es tener esas fotos, sino sentir la sensación de que las poseemos en el acto de hacerlas.